martes, septiembre 28, 2010

De cómo no llegué a conocer a Batya Gur



La primera novela escrita por un autor israelí que leí en mi vida fue "Asesinato en el kibbutz" de Batya Gur. La leí en español, en una edición de Siruela que me pasó el escritor venezolano Rubi Guerra, quien a su vez la había recibido de otro gran escritor, José Balza. Con todas estas vueltas ilustres y literarias, supuse que se trataba de un gran libro, de modo que lo metí en la maleta - a pesar de sus 429 páginas y su pesada encuadernación- y seguí rumbo a Israel. Pero no lo leí enseguida. Quedó allí, el libro, esperando su turno. Lo comencé a leer cuando ya llevaba cierto tiempo viviendo en este kibbutz al sur de Israel. La novela, dicho sea de paso, se desarrolla en un kibbutz de este mismo sur, así que muchas veces me sentí en el mismísimo centro de los acontecimientos, pero sin el asesinato, claro, ¡dios nos libre!

Comencé a entender Israel de la mano de Batya Gur, a través de este libro, el único que he leído de ella. Entendí también el kibbutz. Pero entender Israel de la mano de esta escritora puede no ser un hecho didáctico ni mucho menos sionista. La pluma de Gur se regodea en los quiebres de esas supuestas sociedades perfectas, cerradas, idealizadas como lo son los kibbutzim, pero también las universidades, las orquestas de música clásica, el mundo de la televisión o los círculos de estudios psicoanalíticos. Contestataria y desenfadada, Gur se atrevió a poner en evidencia a la sociedad que la rodeaba, mostró desigualdades y mezquinas rencillas.

El alter ego de esta escritora es el protagonista de 5 de sus novelas, el detective Mijael Ojaion (lo escribo tal como suena en hebreo, aunque en las traducciones al español suelen escribir Michael Ohayon) Pues sí, la señora Gur se dedicó al género policial con tal afán que hoy en día es considerada referencia obligada para todos los amantes de este tipo de literatura. Ha sido llamada la Agata Christie israelí. Yo la compararía con Patricia Hightsmith por su aguda mirada en las profundidades del alma, las oscuridades de los colectivos, las facetas impresentables de la sociedad; también por su narración ágil, depurada, perversa.

Así como Flaubert dijo “Yo soy Madame Bovary”, de igual modo Batya Gur exclamó a los cuatro vientos: “Yo soy Mijael Ojaion”. ¿Quién dijo que las mujeres no pueden entrar en la psicología masculina con la misma contundencia que los hombres en la femenina? Eso sí, hacerlo es todo un arte. Bovary y Ojaion queden como muestras. Este detective es todo lo contrario de su creadora: judío de origen sefardí, nacido en Marruecos, mientras la Gur nació en Tel- Aviv (en 1947), hija de padres sobrevivientes del holocausto y de origen asquenazí. Graduado en historia y literatura, Ojaion termina abandonando su carrera para ejercer como detective de la policía. Gur, por su lado, también estudió historia y literatura, pero fue profesora de secundaria hasta que se dedicó a la escritura, a los 39 años. En todas sus reseñas biográficas apuntan que Batya Gur publicó su primera novela a una edad tardía. A mi no me parece tan tarde (y nunca es tarde cuando la dicha llega, dicen…) Desde entonces no paró de escribir hasta su temprana muerte, a los 57 años. Una breve vida como escritora, tan sólo 18 años. Pero Batya Gur también fue crítica literaria del periódico Ha´aretz y madre.

El título original de “Asesinato en el kibbutz” es “Leina meshutefet”, me atrevo a traducirlo como “Alojamiento compartido” y se refiere a la antigua costumbre de los kibbutzim de poner a los niños a dormir juntos, en “Casas para niños”, a cargo de una o dos cuidadoras y no con sus padres. En la aventura relatada en esta novela, el detective Ojaion se adentra en esa sociedad cerrada por excelencia que es el kibbutz para averiguar la muerte de una de sus integrantes. El crimen tiene que ver con esa costumbre de separar los niños de sus padres, pero no contaré más. En algún punto al final de la historia, uno de los personajes le reclama a su madre el hecho de haberlo dejado abandonado en una de esas casas: “¿Cómo pudisteis tener la caradura de decidir que la unidad familiar era perniciosa para la sociedad…?” Luego concluye: “Quiero ser yo quien arrope a mis niños por la noche, a los que todavía lo necesitan. Quiero oírlos cuando tosan, en la habitación de al lado, y cuando tengan pesadillas quiero que vengan a mi cama y no que vayan a un interfono, o que tengan que salir en la oscuridad de la noche a buscar nuestra habitación, tropezándose con las piedras, pensando que cada sombra es un monstruo…” Allí está el germen de la muerte que investiga Ojaion, pero también está el reflejo de su propio drama personal: divorciado, con un hijo al que ve cada vez menos. Y perdedor, como todo buen detective que se precie de tal.

Cuando me enteré del verdadero título de esta novela, la historia cobró otro giro para mí. Gur escribió una crítica terrible a ese procedimiento nefasto – a mi juicio – de separar padres e hijos en pro del trabajo y la productividad que hasta hace 20 años se seguía practicando en algunos kibbutzim negados al cambio. Haber presentado la historia como un policial, desde la perspectiva de este hombre, le permitió la distancia necesaria para no hacer de esta novela una bomba lacrimógena y para hurgar con lupa detectivesca en las miserias de los sistemas que pretenden anular al individuo. Últimamente han surgido muchas críticas y revisiones del tema, así como también testimonios de los niños que crecieron bajo este régimen. Un documental que ha dado mucho de que hablar es “Ialdei hashemesh” (Los hijos del sol) de Tal Ram, estrenado en el año 2007. Pero ese es otro asunto.

Lo cierto es que un solo libro me bastó para volverme fan de Batya Gur y un día me dije a mi misma que la buscaría. Seguramente ella daba conferencias, cursos, presentaría libros. Pero antes de encontrarla, tenía que poner a tono mi hebreo y para eso lo único que se me ocurría era leer alguna de sus novelas en su idioma original. ¿Cómo hablará Mijael Ojaion en la lengua de la Biblia? – me preguntaba. En la biblioteca del kibbutz en el que vivo estaban todos sus libros. Saqué uno, el más delgado, tampoco había que exagerar, que yo sabía que leer esta lengua semítica iba a ser ardua tarea.

Aquella noche fresca de mayo de 2005, regresé de la biblioteca, puse el libro sobre la mesa de la cocina, prendí el televisor para ver las noticias. En ese mismo instante el conductor del noticiero anunciaba su muerte.

(Este texto fue publicado en el semanario Nuevo Mundo Israelita de Caracas)

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